Conoce: La leyenda del tesoro de la vieja casona de Meoqui
Alrededor de las once de la noche de ese día escuchamos fuertes ruidos en el cuarto de adobe donde estaba el cocedor de barro y cuya chimenea salía al techo...
(Meoqui, Chihuahua).- La casa estaba sola y un tanto abandonada por su dueña. De vez en cuando se rentaba, pero cada vez se iba deteriorando más por la falta de mantenimiento y por la indolencia y descuido de sus inquilinos. Realmente era una grande, vieja y antigua casona de gruesos muros de adobe, pisos de tierra y altos techos con vigas de troncos de álamos del río.
Su patio era más largo que ancho y en medio de la colindancia con la casa vecina, había una noria dividida en dos por la barda divisoria entre ambas casas. En el centro de dicho patio estaba una vieja, alta y gruesa palmera, cuyos dátiles eran la delicia de todos los niños que nos colábamos a jugar y cuyos frutos pepenábamos del suelo alrededor de ella y que derribábamos tirándole con piedras.
En la casa contigua vivía Doña Lola con su esposo y su numerosa familia. Eran gentes honestas y de trabajo, pero como toda familia meoquense, con anhelos de mejorar su forma de vida, y por que no, sacarse la lotería algún día o encontrar algún tesoro que viniera a cambiar su rutinaria existencia por una vida holgada y sin carencias. Pero mientras eso no sucediera, había que madrugar y trabajar, pues las cosas, decía Doña Lola, no vienen solas.
-¡Buenos días Doña Lola!- Saluda Don Luis, su vecino del otro lado de la vieja casona, que pasaba en ese momento, pues la puerta estaba abierta como se acostumbraba entonces.
-¿Qué tal Don Luis? – Contesta desde dentro Doña Lola, mientras que cuchillo en mano cortaba la verdura sobre la mesa para el cocido de res que estaba preparando para la comida.
Don Luis, sabedor de los sueños y anhelos de Doña Lola, entre en broma y en serio le comenta:
-Oiga Doña Lola. ¿No vio usted anoche las lumbres en el patio de la casona?
-No Don Luis. ¿Cuáles lumbres?- Contesta la señora con cierto interés, al mismo tiempo que hace una pausa dejando momentáneamente de seguir picando las zanahorias.
-¿De veras no las vio? Pero si eran unas lumbres rete grandes, del alto de la barda, que luego se hacían chiquitas y se apagaban para luego salir en otro sitio por todo el patio hasta llegar a la palmera donde permanecían buen rato para luego apagarse – Dice Don Luis, poniendo una cara seria.
Para entonces ya Doña Lola había dejado de hacer lo que estaba haciendo y era toda atención al tema de la plática.
-Pues no Don Luis. Anoche nos dormimos todos muy temprano y ya no nos dimos cuenta de nada.
-Eran unas lumbres bien grandes y del cuarto del cocedor salían unos ruidos extraños- Agrega Don Luis, observando que Doña Lola estaba bien seria escuchando y que su mirada era fija hacia ningún lado, como que estaba metida en sus propios pensamientos.
-Acuérdese que en este lugar vivió Don Nicho y él escondía su dinero por estos lugares- Continúa Don Luis- Ha de tratarse de algún tesoro- Termina su historia.
-Bueno Doña Lola, ya se me hizo tarde- Se despide Don Luis, dejando a la pobre señora ensimismada en sus pensamientos, imaginándose cosas.
Se va Don Luis a su casa riendo para sus adentros y en el camino se topa con El Güero, uno de los hijos de su vecina. El más pícaro y vago de los hijos.
Lo pone al corriente de lo recién sucedido y acuerdan continuar con la broma bajo un plan que rápidamente elaboran.
Llega El Güero a su casa a comer.
-Ya vine, mamá- Saluda El Güero a su madre al mismo tiempo que le da un beso en la frente, cual Judas.
-¿Cómo te fue, hijo?- Pregunta Doña Lola sin esperar respuesta- Siéntate – le dice- Te voy a servir- Al mismo tiempo que pone en la mesa las tortillas de maíz recién hechas, envueltas en su mantel y va arrimando el plato con comida.
-Bien mamá – Responde El Güero, al tiempo que le pone sal a una tortilla y la hace rollito para empezar a engullirla sabrosamente, acompañándola con cucharadas del rico caldo de res bien caliente.
-Oye mamá, ¿escuchaste anoche los ruidos que salían de la casona? – Pregunta El Güero, al mismo tiempo que mastica y traga.
-No hijo. No escuché nada.
-Si mamá, eran unos ruidos raros y un resplandor atrás de la palmera como a las diez de la noche ¿Apoco no te diste cuenta?
-Pues no mi’jo- Dice Doña Lola un tanto pensativa – Fíjate que algo de eso me comentó Don Luis ahora en la mañana.
-Oye, a lo mejor se trata del tesoro de Don Nicho-Dice maliciosamente El Güero –Voy a estar pendiente a la noche, quien sabe si a la mejor de esta salimos de pobres.
Así, durante toda la tarde anduvo pensativa Doña Lola, dándole vueltas en la cabeza de lo que haría si llegase a encontrar un entierro o uno de los tesoros escondidos por el legendario Don Nicho, a tal grado, que se le hacía largo el tiempo para que llegara la noche. Era ya tanta su ansiedad que le temblaban las manos del nerviosismo que le provocó su desbocada imaginación, llegando a caérsele uno de sus platos preferidos a la hora de estarlos lavando, que mejor prefirió recostarse un buen rato para calmarse los nervios.
Don Luis no le había confiado todo el plan al Güero, así que alrededor de las diez de la noche preparó una lata grande con un poco de thinner, de esas donde vienen los chiles curtidos, y la colocó a un costado de la palma, al lado contrario de la vista de la casa de su vecina y le prendió fuego y se escondió atrás de la barda.
De pronto se vio una gran actividad en la casa de la vecina:
-¡Mamá, mamá, ven pronto!- Gritaba El Güero emocionado desde atrás de la barda de su casa al ver un resplandor detrás de la palmera que iluminaba casi todo el patio- ¡Córrele mamá ¡Mira, mira!- Agitaba sus manos señalando el sitio.
Doña Lola, vestida para dormir, seguida de su esposo y toda la familia, observa atónita el espectáculo ante sus ojos y le grita a su hijo El Güero fuera de sí, con voz temblorosa:
-¡Agarra el pico y la pala! ¡El tesoro, el tesoro! ¡Córrele antes de que se desaparezca la lumbre ¡Ándale, date prisa!
Sale ella corriendo a la calle para entrar al patio por enfrente de la casa de Don Luis, que no dejaba de reír a mandíbula batiente, para darle la gran noticia y por donde había mejor acceso al patio de la casona, pues por ese lado la barda estaba incompleta.
Al ver que su vecina va llegando a donde él estaba, sale corriendo hacia la palma para coger la lata ardiendo, apagarla y ocultarla.
Doña Lola se movió tan rápido que no le da tiempo de deshacerse de la lata que le quema las manos y se topa con ella a unos metros de la palmera.
-¡Don Luis, Don Luis! ¡El tesoro, el tesoro! –Exclama Doña Lola temblando de la emoción, mientras que Don Luis está frente a ella con el bote apagado, pero aún caliente, que ya agarra con una mano o ya con la otra, luchando por no quemarse más.
Era tal la euforia de su amiga la vecina, que ni siquiera nota los esfuerzos de Don Luis por contener la risa y soportar el dolor de las quemaduras de sus manos y termina acompañando a todo el séquito hasta la palmera para verificar la misteriosa llama del tesoro que ya había desaparecido sin dejar huella.
-¡Haber tú inútil!- le ordena a su hijo El Güero – ¡Agarra la pala y el pico y escarba alrededor de la palmera! ¡Rápido!, rápido!
Obediente y regañado se pone manos a la obra vigilado por su señora madre, pero contagiado por la emoción de haber visto la llama misteriosa y pensando: “¿qué tal si sí es cierto y aquí sí hay un tesoro?”, lo que le hace redoblar su esfuerzo, al grado de que para media noche ya tenía una gran zanja alrededor de la palma, a pesar de que su madre ya tenía un buen rato que se había retirado.
Al día siguiente Don Luis busca al Güero para platicar con él y ponerse al corriente.
-¿Qué pasó anoche Güero? ¿Hasta qué horas te quedaste?- Le pregunta Don Luis.
-Hasta la una de la mañana, Don Luis. Y para mi que sí hay un entierro. Pero no está en el patio, sino en el cocedor. Ahí es donde se escuchan los ruidos.
-Oye, no había pensado en eso. Pero no lo comentes con nadie, pues te lo pueden ganar. Yo que tu lo buscaba en la noche y encendería una vela para alejar los espíritus – Le dice con una sonrisa maliciosa.
-Si, es verdad- responde emocionado El Güero.- Tiene usted razón Don Luis.
Alrededor de las once de la noche de ese día escuchamos fuertes ruidos en el cuarto de adobe donde estaba el cocedor de barro y cuya chimenea salía al techo. Trepamos sigilosamente por los escalones que formaban los adobes de la barda venida abajo, para asomarnos a través del tiro de la chimenea y vimos al Güero excavando febrilmente con una barra metálica el piso del cocedor, iluminando el sitio con la luz de una vela, buscando el tesoro de Don Nicho. Llevaba ya un hoyo hasta la cintura. Al parecer el vago y pícaro Güero terminó envuelto en su propia broma.
Tan sigilosamente como habíamos subido, nos bajamos para ir por unos cuetes a la casa, regresando al poco rato para lanzárselos al descuidado buscador de tesoros, que al oír el estruendo en medio del silencio de la noche, de unas cuantas zancadas y con el corazón por salírsele, se puso a salvo en su casa, bajo las carcajadas de quienes le jugamos tal broma.
Nadie, que yo sepa, volvió a comentar algo sobre esta emocionante aventura y gran broma de Don Luis.
Las casas ya no existen, pero la vieja palma todavía está erguida y orgullosa en la nueva casa, bueno, ya no tan nueva, que se construyó en dicho lugar, allá por la calle Zaragoza, esquina con no quiero decir.